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lunes, 6 de octubre de 2025

Donde la piedra recuerda


 "Donde la piedra recuerda"

En la Sierra Norte, donde los valles se pliegan como páginas de un libro antiguo, hay pueblos que no figuran en los mapas, y senderos que sólo existen cuando alguien los sueña. Uno de ellos es Alpedroches, donde las casas de piedra parecen haber brotado de la tierra y el aire huele a tomillo, a leña y a tiempo detenido.

Dicen que en Alpedroches apareció un día una mujer vestida de azul añil. No traía equipaje, sólo una flauta de madera y un cuaderno sin letras. Caminaba despacio, como si escuchara algo que los demás no podían oír: el susurro de las piedras, el crujido de las casas vacías, el eco de los que se fueron.

Los pocos habitantes que quedaban la miraban con curiosidad, pero sin preguntas. En la Sierra, las preguntas se hacen al viento, no a los forasteros. Ella se instaló en una casa abandonada, donde el tejado dejaba pasar la luz como si fuera agua. Cada mañana salía a recorrer los caminos, anotando en su cuaderno cosas que no se veían: “el silencio de los pinos”, “la sombra que se mueve sin dueño”, “el olor a fiesta que aún vive en las piedras”.

Una tarde, mientras el sol se deshacía sobre los cerros, la mujer tocó su flauta en la plaza. No era música alegre ni triste, sino algo más antiguo, como si el sonido viniera de debajo de la tierra. Las piedras vibraron. Las puertas entreabiertas se cerraron solas. Y en el aire, por un instante, se oyó el murmullo de voces que no estaban allí.

Al día siguiente, los vecinos encontraron flores frescas en la fuente, aunque nadie las había traído. En el horno comunal, encendido por primera vez en años, había pan caliente. Y en la iglesia, donde ya no se rezaba, alguien había encendido velas.

La mujer seguía sin hablar, pero su presencia tejía algo invisible. Los niños que aún quedaban comenzaron a jugar en las calles. Los mayores, que ya no esperaban nada, empezaron a contar historias que creían olvidadas. Como la del pastor que vio una estrella caer en el Barranco de las Viñas, o la de la niña que hablaba con los lobos en los pinares de Galve.

Y también, la historia de Carmen, la vecina que se perdió en la nieve. Fue durante una nevada inesperada, de esas que cubren los tejados como si el cielo quisiera borrar el mundo. Carmen había salido con destino a Romanillos, el pueblo cercano, para llevarle a su hermana un tarro de miel y un pañuelo bordado. Pero nunca llegó. Pasaron las horas, luego los días. Nadie la encontraba. Algunos decían que había seguido el curso del barranco, otros que se había refugiado en alguna cueva.

Fue en la segunda noche, cuando la luna parecía hecha de hielo, que Carmen apareció en la taina de Las Peñas junto a la carretera y el Barranco de las Viñas. La nieve seguía cubriendo el campo como una manta silenciosa, y sus huellas, erráticas, se perdían entre los matorrales. Sus pies estaban congelados, la mirada perdida. Decía que había dado vueltas sin rumbo, que escuchaba voces que la llamaban desde los árboles, y que una melodía la había guiado hasta allí. Una melodía de flauta.

Los que la encontraron recuerdan el cielo de aquel atardecer: un incendio de colores sobre el blanco del paisaje, como si el mundo se estuviera despidiendo de algo antiguo. El aire olía a escarcha y a silencio. Las sombras de los árboles se alargaban como dedos, y el sol, antes de esconderse, tiñó el horizonte de rosa, naranja y púrpura. Fue entonces cuando Carmen apareció, como si el paisaje la hubiera devuelto.

Desde entonces, algo cambió. Los pueblos que dormían comenzaron a despertar. Las casas se reparaban solas, o eso decían. Los caminos se abrían donde antes había maleza. Y en las noches de luna llena, si uno escucha con atención, puede oír la flauta, lejana, como si el alma de Alpedroches siguiera tocando.

En la Sierra Norte de Guadalajara, donde la piedra recuerda y el viento sabe secretos, hay cosas que no se explican. Y quizá no deban explicarse. Porque hay lugares que no necesitan tiempo para existir, sólo memoria. Y mientras alguien los sueñe, seguirán vivos.

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